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jueves, 28 de marzo de 2024 08:28h.

TODOS CONTRA TODOS

Los que hemos tenido la oportunidad histórica de vivir plenamente la Transición Española, dicho con mayúsculas porque se lo merece, estamos perplejos ante el acontecer de nuestro país y la degradación asombrosa de los políticos que padecemos actualmente. Nada que ver, ninguna oportunidad de comparación entre unos y otros. Los dirigentes de la primera etapa fueron magnánimos, con sentido de estado, sabiendo que estaban participando en una etapa crucial en el devenir de España. 

Pusieron todo lo que podían e incluso más de lo necesario, para consolidar una democracia estable, moderna y de acuerdo con los estándares europeos. No fue fácil, es más, costó bastante, sobre todo a base de renuncias para avanzar. Se dejaron aparcadas propuestas ideológicas, reivindicaciones partidistas, egos personales, posturas intransigentes, por llegar a un objetivo que era común de todos.

El cambio de un régimen dictatorial a una plena democracia representativa se hizo ejemplarmente, siendo modelo a nivel global, donde todos admiraban y copiaban. Fue posible porque se antepuso ante cualquier dificultad, el famoso y añorado consenso, es decir, el acuerdo como base insustituible de la convivencia no sólo política, sino ciudadana. El presidente Adolfo Suarez, quizás el arquetipo de aquella ejemplar clase política, fue el que mejor definió la construcción de la nueva sociedad: "no hay que derribar lo construido ni hay que levantar un edificio paralelo. Hay que aprovechar lo que tiene de sólido, pero hay que rectificar lo que el paso del tiempo y el relevo de generaciones haya dejado anticuado".

Los herederos, es decir, los actuales dirigentes públicos, como suele ocurrir con mucha frecuencia, la han fastidiado. No aprendieron porque no quisieron, sus respectivas soberbias le han segado cualquier entendimiento. Da lo mismo al partido político que se pertenezca o a la ideología que se defienda, derecha, izquierda o nacionalista, son clones unidos en la avaricia interesada. Presuntuosos, intolerantes, mediocres, oportunistas, populistas y suéldologos. Pocas excepciones podemos anotar a este perfil, porque la inmensa mayoría se pueden identificar con el político aprovechado que, utilizando la oportunidad de ocupar un cargo o responsabilidad pública, se dedica principalmente a sacar tajada personal de cualquier tipo que se pueda imaginar. La gobernanza o la representatividad institucional ha dejado de ser un servicio público, para convertirse en un servicio privado y nunca mejor dicho.

Eso lleva al frentismo, porque los intereses de unos colisionan con los de los otros y todo se basa en quítate tu para ponerme yo. Vivir de la política se ha convertido en uno de los mejores negocios para la mayoría de los que se dedican a ello o por lo menos, una mayor seguridad personal para conseguir unos emolumentos que, en ningún caso, tendrían acceso en la sociedad civil. Mediocridad. Esto provoca, egoísmos, desconfianzas y peleas intestinas por mantener el puesto, cargo o responsabilidad a toda costa y por encima de cualquier cosa o persona. De ahí surgen las desavenencias continuas, la incapacidad de llegar a pactos o alianzas, la bronca permanente y la torpeza, casi patológica, de no escuchar al otro.

Se pide continuamente movilidad laboral a los trabajadores de este país y en cambio, los políticos, sin dar ejemplo, como casi siempre, se aferran como lapas a su elitista condición. Siempre es bueno recordar lo que dijo Dwight D. Eisenhower, presidente de los EEUU: "la política debería ser la profesión a tiempo parcial de todo ciudadano". Con los representantes públicos que tenemos, siempre salvando honrosas y exiguas excepciones, poco halagüeño se puede esperar en los próximos meses. No es pesimismo, sino cruda realidad.