El rey árbrito
Felipe VI es el árbitro ignorado por los jugadores, un clásico del fútbol español. Sentado en el centro del campo frente a una cámara, lee el código de buena conducta, fiel a su desempeño, recordando a los contendientes las normas de convivencia que deben respetar dentro del rectángulo de juego. Los futbolistas, ajenos a su narrativa, siguen a lo suyo, propinándose patadas y empujones a diestro y siniestro, fingiendo penaltis y arengando al público que ha pagado por disfrutar de la bronca nacional.
Felipe intenta interpretar todas las situaciones del juego, tratando de imponer la cordura en las áreas, donde se define quien gana o pierde, aunque eso también sea mentira. Los entrenadores se desgañitan desde sus respectivos banquillos y presionan al árbitro Felipe para que tome las decisiones que les favorecen.
Es sabido que hay un grupo de asesores que revisan las jugadas una y otra vez, y avisan a Felipe sobre la conveniencia de desdecirse de lo pitado, volver atrás en el tiempo, y terminar señalando lo mismo o su contrario. Ni hablar de los jueces de línea o del cuarto árbitro, meras comparsas institucionales.
En el descanso del partido, Felipe aprovecha para recordarles que España tiene un gran potencial futbolístico y que se necesita altura de miras en las palabritas que se dirigen los jugadores entre sí, en aras del bien común y del consenso deportivo. Son muchos los desafíos que afronta la liga de las estrellas, demasiado ruido atronador en su entorno mediático mientras buena parte de la afición tiene problemas para acceder a una vivienda pantalla digna en la que consumir más fútbol.
Segunda parte: los suplentes han sustituido a los titulares, pero nada cambia en la soledad del rey árbitro. Final del encuentro, Felipe pide el balón constitucional, y se lo devuelven pinchado. El fútbol es así.