Orgullosos pedazos
En las bellas ruinas de lo que fue Europa, se encuentran vestigios de antiguas lenguas, cuya importancia fue clave en los conflictos identitarios que condujeron a su declive final. Las democracias se debilitaban a medida que los nacionalismos de uno u otro signo pugnaban por una independencia política que no significaba nada sin la necesaria unión entre poblaciones empantanadas en luchas intestinas que mermaban su capacidad para construir progreso.
Los populismos se acrecentaron, ante el gran aumento de los inmigrantes que transformaban el paisanaje de sociedades que respondían al cambio con violencia. Los problemas irresolubles de una clase media pauperizada azuzaban el fuego del descontento, a lo que se sumaba la ausencia de liderazgos con una visión amplia. El fracaso de un proyecto aglutinador que favoreciese al tejido productivo, en medio de profundas recesiones económicas, hizo que regiones y países fuesen por su cuenta en un vano intento de sobrevivir al nuevo escenario.
Al mismo tiempo, se produjo una disminución gradual en el control de los sectores estratégicos tras haber sido adquiridos por gigantescos fondos de inversión que no poseían ninguna identidad política, nacional o lingüística. El enemigo estaba por todas partes, pero no tenía forma, color o bandera. Y su fortaleza se hizo insuperable, cuando lograron poner en marcha una plataforma global que convertía todas las transacciones hechas en monedas locales, en la nueva divisa digital de referencia. La era que comenzaba acabó definitivamente con una Europa fragmentada en bloques agrietados, un bocado muy apetitoso para las corporaciones/estado.
La guerra convencional dejó de ser una opción, ante la superioridad de la inteligencia artificial que era capaz de desconectar cualquier sistema operativo y dejarlo inutilizado. Algunos nostálgicos seguían enarbolando el orgullo de pertenecer a territorios, culturas o religiones, de las que aún se conservan algunos pedazos de gran interés turístico.